El legendario artista de country Johnny Cash era, además de un magnífico intérprete, un formidable narrador de historias. Entre la galería de forajidos, presidiarios y tipos al límite que pueblan las letras de sus canciones, siempre me ha fascinado la historia de aquel muchacho que se llamaba Sue, que como sabrán es un hipocorístico de Susan. Según él mismo nos cuenta, Sue se ha pasado la vida pensando que su ridículo nombre no fue más que una broma pesada de su padre, al que apenas conoció. El tipo era un vividor y los abandonó a su madre y a él cuando Sue apenas tenía tres años. Desde entonces ha tenido que vivir con la vergüenza de ser un chico con nombre de muchacha. Su nombre le complica muchísimo la vida, ya que se ve obligado a pelearse cada vez que alguien se burla de él, lo que ocurre con bastante frecuencia. De pelea en pelea, acaba convertido en un tipo duro cuya obsesión es encontrar a su padre, culpable de sus humillaciones, y darle su merecido. Y un día, en efecto, se topa con él en un saloon. «Le aticé fuerte entre los ojos y lo tiré al suelo. Pero él levantó con un cuchillo en la mano y me rebanó un pedazo de oreja. Entonces yo le rompí una silla en los dientes». Al final del violento encuentro paterno-filial, Sue logra someter a su padre y se dispone a acabar con él. «Adelante, hijo», le dice el hombre sonriendo y escupiendo dientes. «Sé que me odias y no te culpo por querer matarme. Pero antes deberías darle las gracias a este grandísimo hijo de perra que te bautizó con el nombre de Sue. Este mundo es un asco y hay que ser duro para sobrevivir. Y si no fuera por mí no sabrías pelear como lo haces». Entonces Sue comprende que en realidad su nombre era el mejor legado que su padre podía hacerle antes de marcharse. Lo ahogan las lágrimas, arroja el revólver, padre e hijo se abrazan. Fin de la canción.
«¿Qué hay en un nombre?», suspira Julieta al saber que su enamorado se llama Montesco, y que por tanto es un vástago de la familia enemiga de la suya. «¿Es que acaso una rosa, llamándose de otro modo, no mantendría su perfume?» Creo que la pregunta de Julieta es procedente. Yo mismo me la he hecho más de una vez. ¿Qué hay en un nombre? ¿Qué hace especiales a nuestros nombres, y de qué modo misterioso terminamos vinculados a ellos? Recuerdo que de niño estaba convencido de que existía una relación necesaria entre las personas y sus nombres. Si alguien se llamaba María o Gabriel, yo me creía capaz de encontrar un parecido entre el nombre y la persona. De algún modo intuía que esa persona estaba destinada a llamarse así. Pensarán que mi teoría infantil hace agua por todas partes, pero me mantengo en mis trece y sigo pensando que los nombres actúan como moldes, y que antes o después acabamos pareciéndonos a nuestros nombres, del mismo modo que acabamos pareciéndonos a nuestros padres, nos guste o no.
Igual que le ocurre al protagonista de la canción de Johnny Cash, hay gente que sufre su nombre como una condena. Me temo que para esto de los nombres los españoles somos mucho más remilgados que los latinoamericanos. Acuérdense, por ejemplo, de Elián González, el niño balsero, que tenía una prima en Miami que se llamaba nada menos que Marisleysis. Se conocen también casos de niños llamados Usanavy y Usamail, en homenaje a la armada y al servicio postal de los Estados Unidos, respectivamente. Aquí no llegamos tan lejos, pero imagino que quienes se llaman Toribio o Sinforosa no parten precisamente con ventaja. Hay quien llega a odiar su nombre hasta el punto de cambiarlo, pese a los complejos trámites administrativos que ello comporta. Sin embargo, pienso que al hacerlo están renegando de una parte esencial de sí mismos, y que ese acto de traición trae aparejado su propio castigo. A mí me ocurrió, en cierto modo, cuando decidí prescindir del segundo nombre que me dieron al nacer. Eloy es el nombre que heredé de mi abuelo, el nombre al que estaba destinado. Pero mi madre, en un pequeño acto de rebeldía, decidió adjuntar al nombre de Eloy el de Miguel, creando así una combinación imposible muy del estilo de los culebrones sudamericanos. Mi traición consistió en ocultar el Miguel materno tras la inicial «M». Y mi castigo no tardó en llegar, pues desde entonces me han llamado Eloy Martínez Cebrián, Eloy Manuel Cebrián y, con auténtico vuelo imaginativo, incluso Eloy María Cebrián. En mal día decidí dejar de ser Miguel.
Por fuerza, tiene que haber algo en los nombres. Son tan nuestros como nuestro corazón o nuestra piel. Están tan íntimamente ligados a nosotros que, al revestirlos, estamos transfiriéndoles nuestra personalidad, nuestro mismo ser. ¿O es al contrario? ¿Seríamos los mismos si tuviéramos nombres distintos? Por si acaso, escuchen a ese muchacho llamado Sue y pónganles a sus hijos nombres normalitos, no sea que llegue un día en que tengan que rendir cuentas ante ellos.
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