El niño milagro de Haití
Por Kenneth Miller Sacado de entre las ruinas durante el terremoto, lucha con su familia por reconstruir su vida.
En los más profundo de la campiña haitiana, a tres horas del atestado Puerto Príncipe, azotado por el terremoto, Moise “Kiki” Joachin comparte una chabola de madera de dos habitaciones con su hermana mayor, su hermano pequeño, su madre, sus abuelos y otros cuatro o cinco parientes. Cocoteros y bananeros crecen en el sucio jardín, pero una inundación los arrasó el pasado noviembre. Así que le compran comida a los vendedores de la calle, lo que supone un agujero para su minúsculo presupuesto. Kiki, tímido y dado a las respuestas monosilábicas, sigue luchando para encontrar su lugar en el nuevo entorno. Cuando se le pregunta que le gusta más, si este pueblo tranquilo de Depale – donde ha pasado los últimos doce meses o su bulliciosa ciudad de origen, Kiki, de ocho años responde sin dudar: Puerto Príncipe.
Allí era donde estaba el 12 de enero de 2010 cuando un terremoto brutal devastó Haití. Durante ocho días, Kiki estuvo atrapado bajos las ruinas de su apartamento en la capital. Se acurrucó en un pequeño espacio bajo toneladas de escombros sin alimento ni agua, sin poder apenas moverse; cerca suyo, se encontraba su hermana Sabrina, de once años, que también sobrevivió y los cadáveres de otros tres hermanos, incluyendo su hermano Titite, de cuatro años, que murió a su lado. Entonces, en el octavo día, una vecina que estaba rebuscando entre sus cosas, oyó los lloros débiles de Kiki pidiendo agua. Un par de equipos de rescate de Nueva York y Virginia se pasaron cuatro horas perforando con mucho cuidado entre los escombros. Por fin, llegaron hasta Kiki y Sabrina. Al salir del agujero, Kiki esbozó una sonrisa radiante y levantó los brazos en señal de victoria.
Su pena se alivió cuando Kiki y Sabrina fueron rescatados con vida por dos bomberos americanos – el neoyorquino Chris Dunic, que también trabajó entre las ruinas del World Trade Center tras los ataques del 11-S y el virginiano Brad Antons. “Lo más duro fue conseguir que saliera el niño,” afirma Dunic, que llevaba un casco y una mascarilla y sostenía un martillo neumático. “Le estábamos asustando”. Finalmente, su tía lo tranquilizó. Dunic pudo alcanzar al muchacho y se lo entregó a ella.
Kiki, Sabrina, y David andan cinco kilómetros todas las mañanas hasta un colegio llamado Ecole Renovation, en la ciudad de Jacmel. En Puerto Príncipe, muchos niños no han vuelto a retomar sus estudios aún, porque la mayoría de las escuelas se destruyeron con el terremoto. “Me gusta el colegio, incluso los deberes”, dice Kiki, aunque la durísima prueba le dejó a él y a sus hermanos tan afligidos que no fueron a clase en todo el semestre. Su asignatura favorita es matemáticas; cuando crezca, dice a los adultos, espera ser mecánico, camionero o quizás ingeniero para poder reconstruir su destrozado país.
Como los retrasos son cada vez mayores, familias como la de Kiki se enfrentan a disyuntivas que la gente de los países más ricos rara vez tiene que contemplar. ¿Comida o colegio? ¿Tienda de campaña en la ciudad o chabola en el campo? ¿Permanecer con los seres queridos o viajar para buscar trabajo? “Mi sueño es montar un negocio para mi familia,” dice Odinel, “quizás vender arroz y judías para poder añadir otra habitación a la casa y que así los niños puedan dormir mejor.” Mientras tanto, Gracia y él dan gracias por lo que tienen. “Fue un milagro”, dice. “Dios no quiso que perdiéramos a todos nuestros hijos”
Por Kenneth Miller Sacado de entre las ruinas durante el terremoto, lucha con su familia por reconstruir su vida.
En los más profundo de la campiña haitiana, a tres horas del atestado Puerto Príncipe, azotado por el terremoto, Moise “Kiki” Joachin comparte una chabola de madera de dos habitaciones con su hermana mayor, su hermano pequeño, su madre, sus abuelos y otros cuatro o cinco parientes. Cocoteros y bananeros crecen en el sucio jardín, pero una inundación los arrasó el pasado noviembre. Así que le compran comida a los vendedores de la calle, lo que supone un agujero para su minúsculo presupuesto. Kiki, tímido y dado a las respuestas monosilábicas, sigue luchando para encontrar su lugar en el nuevo entorno. Cuando se le pregunta que le gusta más, si este pueblo tranquilo de Depale – donde ha pasado los últimos doce meses o su bulliciosa ciudad de origen, Kiki, de ocho años responde sin dudar: Puerto Príncipe.
Allí era donde estaba el 12 de enero de 2010 cuando un terremoto brutal devastó Haití. Durante ocho días, Kiki estuvo atrapado bajos las ruinas de su apartamento en la capital. Se acurrucó en un pequeño espacio bajo toneladas de escombros sin alimento ni agua, sin poder apenas moverse; cerca suyo, se encontraba su hermana Sabrina, de once años, que también sobrevivió y los cadáveres de otros tres hermanos, incluyendo su hermano Titite, de cuatro años, que murió a su lado. Entonces, en el octavo día, una vecina que estaba rebuscando entre sus cosas, oyó los lloros débiles de Kiki pidiendo agua. Un par de equipos de rescate de Nueva York y Virginia se pasaron cuatro horas perforando con mucho cuidado entre los escombros. Por fin, llegaron hasta Kiki y Sabrina. Al salir del agujero, Kiki esbozó una sonrisa radiante y levantó los brazos en señal de victoria.
En mitad de un desastre que mató a 220.000 personas, causó 300.000 heridos y dejó 1,6 millones de personas sin hogar, el rescate de Kiki fue recibido como una gran noticia. “Sonreí porque por fin me vi libre,” dijo Kiki a los reporteros. “Sonreí porque estaba vivo.”
En noviembre, Reader’s Digest envió a la fotógrafa Allison Shelley a seguir los pasos de Kiki y su familia en Depale. “Son muy luchadores,” afirma la periodista. “Los adultos comparten un par de colchones en el suelo y los niños duermen sobre pilas de ropa y edredones”. Aún así, los Joachin han escapado mejor que muchos otros en este vapuleado país, donde más de un millón de personas viven todavía en ciudades formadas por tiendas de campaña en las calles rotas de la capital y más de 1.600 han muerto a causa de un brote de cólera. Aproximadamente 100.000 niños se quedaron huérfanos en el terremoto pero Kiki todavía tiene a sus padres.Cuando la tierra empezó a temblar, su madre, Gracia Raymond, estaba en el porche de su edificio de cinco plantas. Cuando se derrumbó, corrió hacia su hijo de cinco años, David que estaba fuera porque había ido a por agua. Ensangrentada a causa de los bloques de cemento que caían, empezó a excavar frenéticamente entre el hormigón derrumbado para buscar a sus otros cinco hijos. No pudo abrirse camino.
Mientras tanto, el padre de Kiki, Odinel, pasó una noche atrapado en su oficina del servicio aduanero de Haití. Le llevó dos días más encontrar a su mujer. Cuando ésta le dijo que sus hijos Kiki, Sabrina, Titite y sus hermanas Yeye, de nueve años y Didine de 15 meses – estaban enterrados bajo las ruinas de su casa, “le pedí a un vecino que me cortara la cabeza”, recuerda Odinel “porque no me quedaban motivos para vivir”.Su pena se alivió cuando Kiki y Sabrina fueron rescatados con vida por dos bomberos americanos – el neoyorquino Chris Dunic, que también trabajó entre las ruinas del World Trade Center tras los ataques del 11-S y el virginiano Brad Antons. “Lo más duro fue conseguir que saliera el niño,” afirma Dunic, que llevaba un casco y una mascarilla y sostenía un martillo neumático. “Le estábamos asustando”. Finalmente, su tía lo tranquilizó. Dunic pudo alcanzar al muchacho y se lo entregó a ella.
Después de ser tratados en un hospital de campaña dirigido por israelitas, los niños y su familia abandonaron el caos de Puerto Príncipe, camino del pueblo oriundo de Gracia, Depale.
Entre semana, Odinel frecuenta las calles de la capital, y acampa bajo una lona junto a las ruinas donde sus otros hijos están enterrados. Su trabajo en la oficina de aduanas se ha visto reducido a tres días por semana; los días libres, vuelve a Depale cuando puede pagarse el billete de autobús.Kiki, Sabrina, y David andan cinco kilómetros todas las mañanas hasta un colegio llamado Ecole Renovation, en la ciudad de Jacmel. En Puerto Príncipe, muchos niños no han vuelto a retomar sus estudios aún, porque la mayoría de las escuelas se destruyeron con el terremoto. “Me gusta el colegio, incluso los deberes”, dice Kiki, aunque la durísima prueba le dejó a él y a sus hermanos tan afligidos que no fueron a clase en todo el semestre. Su asignatura favorita es matemáticas; cuando crezca, dice a los adultos, espera ser mecánico, camionero o quizás ingeniero para poder reconstruir su destrozado país.
Como la mayoría de los colegios en Haití el Ecole Renovation cobra matrícula, unos 100 dólares al año por niño. Como le resulta imposible hacer frente a los pagos, Odinel debe 400$ y le preocupa cómo va a saldar la deuda. No vivimos muy bien”, dice, “pero yo quiero que mis hijos continúen yendo al colegio. Después pueden aprender un oficio – el que les guste”.
Kiki mira hacia el mundo con ojos de superviviente. Claramente, lo vivido le dejó traumatizado. “Cuando se cayó nuestra casa, pensé que iba morir”, recuerda. Al quinto día bajo los escombros, dice “vi morir a mi hermano justo al lado mío”. Recuerda como sollozaba mientras Sabrina cubría al pequeño Titite con su camiseta. Los meses siguientes, la alegría que había transfigurado el rostro de Kiki cuando fue rescatado hizo acto de presencia en contadas ocasiones. A menudo permanecía callado y retraído.Ahora, sin embargo, está empezando a avanzar. Su profesor dice que se está abriendo en clase, que habla un poco más y que hace lo posible por progresar.
Mientras tanto, el país de Kiki, apenas ha empezado a emerger de entre los escombros. Según las últimas estadísticas disponibles en prensa, sólo se han entregado 897 millones de dólares de los 5.750 millones prometidos por 130 países para la recuperación de Haití. Sin embargo, los Estados Unidos han donado 324 millones de dólares en fondos de reconstrucción. “El dinero no está llegando a estas personas” afirma el miembro del cuerpo de bomberos Dunic, que sigue la situación a través de los nuevos informes. “No están mejor ahora que inmediatamente después del terremoto”.Como los retrasos son cada vez mayores, familias como la de Kiki se enfrentan a disyuntivas que la gente de los países más ricos rara vez tiene que contemplar. ¿Comida o colegio? ¿Tienda de campaña en la ciudad o chabola en el campo? ¿Permanecer con los seres queridos o viajar para buscar trabajo? “Mi sueño es montar un negocio para mi familia,” dice Odinel, “quizás vender arroz y judías para poder añadir otra habitación a la casa y que así los niños puedan dormir mejor.” Mientras tanto, Gracia y él dan gracias por lo que tienen. “Fue un milagro”, dice. “Dios no quiso que perdiéramos a todos nuestros hijos”
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