La cosa viene de lejos. El hombre ha sometido desde tiempos inmemoriales a la mujer. Las mujeres éramos un bien de nuestros padres y maridos, una propiedad de la que podían disponer a su total antojo. Y nosotras callábamos. Poco más podíamos hacer. El maltrato se vivía como una cosa que pertenecía al ámbito familiar, un secreto que nos empeñábamos en ocultar más por vergüenza del qué dirán que por otra cosa. Luego estaba la dependencia: ¿qué podíamos hacer nosotras sin ellos? Pero eso ha cambiado.
Ayer me sorprendía ante una afirmación que me dejó helada: "Un porcentaje de las que mueren asesinadas, al menos un 1%, tienen la culpa de ello". Se me erizó el vello. Está mal decirlo pero me entraron ganas de darle una colleja al personaje en cuestión. Supongo que debió vérmelo en la cara y se empeñó en arreglarlo. "Sí, es que retiran las denuncias". Por otro lado una nueva voz me decía que no entendía que una mujer pudiera darle una segunda oportunidad. Era otra mujer la de una mujer, secundando, en cierto modo, el primer comentario.
¡Por favor! Un poco de sensatez. Nadie se busca ser asesinado. Sí que visto desde fuera parece incomprensible que alguien perdone a quien le ha maltratado, pero es muy fácil hablar sin conocer y aún más fácil es la incomprensión. Nadie está libre del peligro del maltrato. Ninguna mujer está a salvo del feminicidio a manos de su pareja sentimental.
El camino para que esta barbarie termine es la consecución de la plena igualdad. Hay que acabar con los muchos bastiones del androcentrismo que aún quedan en pié. También hay que cambiar mentalidades, muchas mentalidades. Las mujeres somos seres humanos. Somos libres. Tenemos derecho a vivir como queramos y a decidir. Nadie es dueño de nadie. La violencia NUNCA es la solución. Eduquemos a nuestros hijos en el respeto y en la igualdad
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