El historiador Phillippe Ariès sostiene que nuestras actitudes frente a la muerte han sufrido transformaciones lentas en ciertas etapas de la historia y aceleradas en otras; por consiguiente puede afirmarse que la muerte ha sido percibida de distintas maneras a lo largo de la historia occidental y con ello las formas en que manifestamos nuestro sentir ante ella. Una de las maneras en que este sentir se hace visible es el traje de luto, en las vestimentas que lucimos cuando la existencia del otro ha llegado a su ocaso.
El mismo Ariès, escribe que desde la Edad Media y hasta el surgimiento del romanticismo, es decir finales del siglo XVIII, la convivencia entre los vivos y los muertos pareció ser un asunto natural, pues inicialmente las inhumaciones se hacían dentro de las iglesias; posteriormente en lugares especializados que bien podían servir de espacio de feria, mercado y cementerio. En ese lapso la manera de expresar el sentimiento frente a la muerte cambió con cierta lentitud; pero es allí donde podemos ubicar el surgimiento de la idea de que vestirse de luto implica vestirse de negro. Al principio el dolor ante la muerte se representaba con una profusión de gritos y llantos por parte de los familiares cercanos del difunto, pero ya para el siglo XVI esta expresión se compartía con las plañideras, o sea, con mujeres contratadas y pagadas para llorar en los entierros; y los cortejos fúnebre vistosos se convirtieron en una forma de representación social, que daba cuenta de las capacidades económicas, de la bondad y del aprecio que la gente sentía por el fallecido. Fue usual que además de las plañideras se contratara a los pobres para el cortejo, sumados a un séquito de monjes y sacerdotes que con sus oraciones habrían de colaborar en la salvación del alma del difunto. Estas gentes acudían vestidos de negro para llevar al fallecido hasta su última morada, donde esperaría el día del Juicio Final. “El sentimiento del duelo ya no se expresaba mediante gestos o gritos” si no mediante unas vestimentas negras a modo de hábito con una capucha que dejaba parte del rostro al descubierto. Estos hábitos, agrega Ariès, eran dados a los pobres como parte de su pago por la participación en el cortejo.
Pero la pregunta que surge es por qué el negro y no otro color para aludir a la muerte. Según expone Michel Pastoureau, ya en el arte paleocristiano la Virgen aparece vestida de negro por su hijo muerto, “probablemente porque en la Roma Imperial ya se usaban los vestidos oscuros y negros para indicar que se estaba de luto”. Como sabemos, el mundo cristiano heredó muchas costumbres romanas, algunas de ellas asociadas a la simbología del color. En este caso, la del negro que al parecer allí también estaba relacionado con el mundo de los muertos, con el mundo de las tinieblas y el inframundo.
Además de los trajes negros, entre los siglos XVI y XVII se instauró una nueva práctica en el servicio funerario. Había sido costumbre que las joyas del difunto fueran legadas a familiares y parientes; pero según documentan curadores del museo Victoria & Albert, en Londres, hacia finales del siglo XVII la costumbre había sido reemplazada por la de dejar una partida de los bienes del difunto para la fabricación de argollas conmemorativas que eran distribuidas entre los asistentes al funeral; obviamente no era una práctica extendida a todos los niveles sociales de la población, correspondía únicamente al mundo de los ricos y los poderosos. Estas argollas tenían inscripciones como “Recuérdame”, o “Recuerda que también morirás”, y se decoraban con calaveras o con cráneos bajo los cuales reposaban dos fémures cruzados. A esta costumbre se sumó una todavía más insólita; consistía en anillos de un carácter más intimista, en los cuales se hacía una diminuta urna en la que se depositaban mechones de cabello del difunto. Digo intimista, porque esos anillos estaban destinados a miembros del núcleo familiar.
Las representaciones del duelo no escaparon a la pintura del siglo XVII, y de esto podemos mencionar una muestra que hoy reposa en National Gallery. Se trata de un cuadro en el que fue registrada Elizabeth Stuart, reina de Bohemia. No nos detendremos en sus datos biográficos, pero sí en su atuendo. La pintura fue realizada diez años después de la muerte de su esposo, y se considera conmemorativa de ese evento en la vida de Reina; allí se muestra como una viuda afligida, vestida de negro con muy pocas joyas, pocas para el promedio de lo que ella en su calidad de Reina podría llevar. En la mano sostiene un tallo con dos rosas, una fresca y otra marchita, símbolos de su estado de viudez junto con la cinta negra que lleva en el brazo. La acompaña un perro, que ha sido interpretado como símbolo de fidelidad. Pero el asunto del vestido puede explicarse de dos maneras: la más evidente, como vestido de luto. La otra como vestido a la moda del lugar donde para entonces vivía la Reina, pues estaba exiliada en Holanda para cuando fue retratada (1642, según dato de National Gallery). Y en la Holanda del siglo XVII, la ideología calvinista veía en la vestimenta negra la mejor manera de mostrarse austera y alejada de cosas tan mundanas como la moda. No obstante, no quiere decir que la burguesía y la nobleza hicieran caso omiso de ella, pues el gusto personal por los detalles decorativos en el vestir podía manifestarse en los impolutos cuellos y puños que resplandecían sobre el negro fondo entero de sus prendas.
Hacia el siglo XVIII, el manejo de los despojos mortales toma un nuevo giro; esta vez en Francia. Para entonces médicos, higienistas y urbanistas empezaron a considerar que los muertos deberían estar alejados de los vivos. En lo sucesivo el espacio de la iglesia, otrora usado como camposanto, cederá su lugar al cementerio moderno. La carne putrefacta y las exhalaciones malsanas expelidas por las tumbas en el atrio y los alrededores del altar serán tenidas por malignas para salud humana. Bajo la salvaguardia de la salud pública, el cementerio se convertirá en lugar de peregrinaje, y con ello surgirá todo un culto a las tumbas. Este culto será poderoso en la mentalidad romántica de finales del siglo XVIII y se manifestará en todo su esplendor a lo largo del XIX. Sin embargo, esta transición no borrará la idea del traje negro como exteriorización del duelo, sino que por el contrario enfatizará la apariencia vestimentaria con la cual ha de manifestarse el luto, especialmente en el caso de las viudas. El rey Luis XIV ha sido importante para la historia de Francia, entre otras cosas, por haber entendido el potencial económico que el gasto en objetos suntuarios y el cambio continuo en las apariencias podía representar para su país; siendo consciente de ello emitirá una ley suntuaria con el objetivo de acortar la duración del duelo; pero no hay que llamarse a engaños, su intención no tenía tanto que ver con el deseo de aligerar las penas de la afligidas viudas sino más bien con reducir un tiempo que resultaba letal para la maquinaria de la moda, ya que en ese lapso dejaban de consumirse textiles, bordados y otras parafernalias de las cuales debían abstenerse los dolientes. Ante la instauración de una ley como esta, puede inferirse que para entonces estar de luto implicaba la disociación del individuo de cualquier representación de lo mundano, y esto indudablemente significa que debía alejarse de las caprichosas fluctuaciones de la moda. Además, permite entender que no existía una industria dedicada a adaptar los vaivenes de la moda a dicha circunstancia; pero esta situación cambiará con el auge de la confección seriada que caracterizaría a la sociedad industrializada del siglo XIX. Un comentario de Mercier nos aclara que en cuanto a la ropa masculina el color negro también era distintivo del luto: “Con un abrigo negro un hombre está bien vestido”, “pues se considera que estás de luto […] y puedes ir a cualquier parte vestido de esa manera. De veras, esto muestra que no eres pobre”.
Con el surgimiento del culto a las tumbas y a los monumentos fúnebres conmemorativos, la muerte pasará a convertirse en un espectáculo y con ello sobrevendrá su más excelsa estetización. Esta estetización de la muerte es sin duda uno de los rasgos definitorios del romanticismo, la muerte será considerada bella y tanto en las artes como en la literatura se harán exaltaciones de ella. El arte funerario del siglo XIX no ha de entenderse únicamente como una expresión declarada en tumbas y monumentos sino también en el vestir, en el desarrollo de todo un conjunto de prendas, accesorios y adminículos pensados y promocionados para lucirse cuando la muerte ha tocado a las puertas del hogar. En este orden de ideas, es en el siglo XIX cuando encontramos los ejemplos más concretos de vestuario de luto, mismo que ―como ya se dijo—no se limitará únicamente al vestido sino también a los accesorios. Los vestidos de luto se confeccionarán preferiblemente en lana y al parecer la de cachemira era una de las más empleadas; y en cuanto a su color, variará de acuerdo al tiempo transcurrido después de la muerte del ser querido: negro para los dos primeros años, o sea, luto riguroso, con algunos toques de blanco para el luto aliviado, y finalmente púrpura para el medio luto. Por otra parte, uno de los desarrollos más significativos se dará en el mundo de la joyería, puesto que estos vestidos se acompañarán con conjuntos de alhajas preferiblemente de azabache; compuestos por pulseras, anillos, pendientes, aretes y collares. Este material se convirtió prácticamente en exclusividad de la joyería de luto, y se tallaba con motivos fúnebres como urnas, cruces, calaveras, sudarios, clavos de Cristo o coronas de espinas. También hubo cruces de marfil con caras de ángel en su vértice y espinas en el cuerpo de la cruz, que se colgaban como recordatorio en las cunas de bebés fallecidos. El peinado se complementaba con ramilletes de rosas y hojas negras hechas de satín, pero en el luto riguroso era imprescindible un velo negro que habría de cubrir el rostro de la viuda. Cabe anotar que en los vestidos de luto se empleaba la silueta dominante del momento, pero estaban desprovistos de florituras, y en lugar de ello, prevalecía un corte y una confección rigurosa que bien recuerda las técnicas de sastrería propias de la ropa masculina. La sombrilla era un complemento infaltable en el guardarropa de las damas victorianas, y como tal, tampoco escapó al tono lúgubre necesario para expresar el dolor; en algunos casos se fabricaban con mangos de ébano, carpa de gro de seda y encajes negros para los bordes. Esta descripción del atuendo femenino de luto es bastante inglesa, no obstante ejemplos similares se vieron en Estados Unidos, en otros países de Europa y en América.
De otro lado, cuando hablamos de la moda masculina del siglo XIX se nos viene a la memoria un séquito de caballeros que parecieron vivir en un luto que se prolongaba hasta el término de sus vidas; sin embargo, esta imagen no es del todo cierta ya que publicaciones especializadas de la época, como Le Dandy, demuestran que al lado del negro convivían otros colores, como “el verde claro y el verde dragón”; ciertamente eran colores empleados por los dandis de la época; pero el teórico del dandismo Charles Baudelaire, optó por el color negro para sus vestimentas. Según Valerie Steele, llevó todo en negro, inclusive la corbata y el chaleco. Sentía que el negro se veía más grave, más serio y severo, y que era más apropiado para “una era de luto”. Otros como Alfred de Musset, asegura, también vieron el siglo XIX no como una era de progreso sino de decadencia, e interpretaron su simbolismo cromático de la misma manera: «Esta ropa negra que llevan los hombres de nuestra época es un terrible símbolo […] de luto»[i]. En lugar de rechazar este lúgubre estilo, Baudelaire lo acogió y lo exageró.
Luego de más de una centuria de exaltación y estetización, y con la llegada de la Gran Guerra, o quizás por el hartazgo que esta generó frente a la muerte, Occidente pareció transformar su actitud ante la misma. Según, Ariès en el siglo XX a la muerte le sobreviene una etapa de interdicción. Significa que lentamente empezará a ser desterrada del imaginario colectivo, borrada hasta el punto de convertirse en un asunto del cual no se habla. Prefiero llamarla la muerte postmoderna, simple y llanamente porque hablamos de la muerte tras la modernité. El mismo autor, agrega que “se trata de reducir al mínimo las inevitables operaciones destinadas a hacer desaparecer el cuerpo. Ante todo es fundamental que la sociedad, el vecindario, los amigos, los colegas, los niños perciban lo menos posible que ha pasado la muerte”. Y aunque todavía se mantienen ciertas formalidades y una ceremonia señala la partida, esta “debe ser discreta y evitar cualquier pretexto para las emociones”; es un estilo de muerte donde la “discreción” aparece como expresión de “dignidad”. “Ya no se lleva ropa de luto, ni se adopta una apariencia diferente a la de los demás días”. Ariès sin duda acierta, o por lo menos su visión concuerda con mi experiencia personal. Era el año de 1992, y debido a esa violencia endémica de la ciudad (Medellín-Colombia) murió un pariente. Recuerdo muy bien que el luto vestimentario se redujo únicamente al día del entierro, en lo sucesivo nadie de su núcleo familiar llevó trajes negros evocatorios de ese suceso trágico, tampoco hubo los habituales novenarios cristianos. Para 2005, de nuevo la muerte estuvo cerca; habiendo trascurrido trece años desde la última vez, las actitudes frente a ella fueron similares a las del primer caso: no hubo lutos vestimentarios posteriores, tampoco novenarios y la madre del difunto (mi primo) se auto proscribió las visitas al cementerio. No se trata de insensibilidad ante el dolor, es más bien el confinamiento al ámbito privado de las expresiones de dolor, y esta actitud compromete al vestido como manifestación pública del mismo.
Hoy en día vestirse de negro para los funerales sigue siendo usual, pero ya no se acostumbra expresar el luto vistiéndose de negro por un tiempo prolongado. Hacerlo es más una elección personal escasa y limitada, y evitarlo no supone un juicio social. Digo que es una elección limitada, puesto que no aplica a todos los niveles sociales de la población, ya que es posible ver como en los sepelios de las comunas más populares, y azotadas por la violencia, familiares y amigos asisten vestidos con su ropa cotidiana. El ritual toca otros aspectos no asociados al vestir, se manifiesta en lugar de ello con música, licor, drogas, y la promesa de venganza cuando el deceso tiene origen en un acto violento. No es una generalización, sólo una observación sobre lo que he presenciado respecto a la vivencia del dolor entre algunos miembros de dichas comunidades.
En las honras fúnebres de personajes célebres se sigue apostando por el color negro como código vestimentario, cuando estas tocan a personajes de la moda evidentemente el vestido debería cobrar importancia, puesto que en medio de la tristeza sigue siendo posible expresar individualidades. Como una forma de respeto, la prensa se niega a hablar del tema, pero claramente estas eventualidades también constituyen una lóbrega alfombra negra, en lugar de roja. Esa negación de la prensa resulta entendible si tenemos en cuenta que vivimos en una sociedad eufórica con la idea de la felicidad, el disfrute y el placer, en la que hablar de la muerte es casi obsceno.
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