A las estrellas las definen como astros con luz propia. Y sin embargo en el instante de emitir la luz, ésta ya no les pertenece. Como la imagen de la justicia, tienen una venda en los ojos, no conocen donde va su luz, ni les preocupa lo que otros con ella hagan.
- ¡No me quites la luz del sol!
- Perdona, ¿qué haces?
- A ti que te importa- Y con un gesto mohíno continua en cuclillas y me da la espalda. El chaval tiene una lupa en la mano con la que dirige la luz del sol hacia un hormiguero.
¿Quitártela? ¡Deberían prohibírtela!
Cada uno puede hacer con la luz lo que quiera. Es ilimitada, para nuestra medida del tiempo, y sin control. Pocas cosas son así.
- Te importa apartarte, me quitas el sol.- Está tumbada en la hamaca, la piel de color chocolate. - ¿Cómo crees que se consigue este moreno?
¿A caso el sol es tuyo? Y si, lo es. Tan suyo como mío, y suficiente para todos.
Pero hay una luz que es mía. La del atardecer de septiembre en la playa. A finales de septiembre el mar es gris con reflejos de plata picada y la brisa trae el olor de las lluvias que vendrán. El Sol decide el momento, se retira la venda de los ojos y te lo guiña. La arena pálida se vuelve naranja, la luz caprichosa juega con dorados, violetas y los rayos, entonces, te tocan el alma. Despiertan los recuerdos del verano ya escrito, de mil veranos, y el corazón se inflama. Te habla de añoranzas y sueños. De lo que no ocurrió y deseaste. De soledad y esperanza. Pocas veces he disfrutado de ese momento, pero lo llevo gravado a sol y fuego.
No me quites la luz del atardecer de septiembre porque me recuerda lo que quise ser, y lo que aún deseo.
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