Creo que nunca voy a olvidarla. Sabía que iba a venir al hospital. Cuando por fin lo hizo, lo primero que pensé fue en la necesidad de aislarla en alguna zona tranquila del hospital, lejos de la muchedumbre de pacientes que también esperaban consulta. Pero no lo hice: pensé que me quedaba poco para terminar la ronda que estaba haciendo por las salas donde están ingresados los niños con desnutrición y que enseguida estaría con ella.
Me equivoqué, por desgracia. Para cuando llegamos a la sala de consultas externas, los gritos me hicieron darme cuenta del error que había cometido. Todo lo que pude ver en un primer momento fueron los rostros preocupados de tres enfermeros que la rodeaban intentando calmarla. Seguida por medio centenar de miradas más, crucé la sala rápidamente y, con la ayuda de su madre, la saqué de allí.
Era una niña de 10 años, que había sido violada hace dos meses por un soldado, junto a su madre, que fue agredida al mismo tiempo por otro. Luego, los dos se llevaron a la niña al bosque. Su madre estuvo una semana buscándola. La encontró cubierta de heridas y costras de la cabeza a los pies, e incapaz de hablar. Aún tiene cicatrices en la muñeca derecha, por la que la tuvieron atada. Cada vez que ve a un hombre, grita.
Las anteriores consultas habían sido con un psicólogo, que en principio intentó tratarla, pero sin éxito. De ahí que decidiéramos hacerle un examen neurológico. No soy pediatra. Y por otra parte, los exámenes neurológicos son complicados incluso en Reino Unido, donde trabajo habitualmente. Y además si tienes que hacerlo comunicándote en francés, y que de ahí se traduzca al Kinyarwanda, todo se complica aún más.
Nos llevó casi una hora llegar a la conclusión de que, efectivamente, padecía lesiones neurológicas. Antes, solía cantar en el coro de la iglesia y también le gustaba bailar. Ahora sólo puede arrastrar los pies, con un andar entumecido y rígido. Parece incapaz de deglutir, o simplemente no lo hace. Ahora la llevaremos a Kigali, en Ruanda, para realizarle un escáner cerebral, pero sea cual sea el resultado –creo que el origen está en una contusión o una hemorragia-, no hay nada más que podamos hacer por ella.
Cuando terminamos, me marché a la base de MSF, situada a sólo 100 metros de distancia del hospital. Intenté no cruzar la mirada con nadie, pero se me saltaron las lágrimas antes de llegar a la puerta de nuestra casa. Me acordé de que, de mi última estancia en Kigali, me había traído varias pelotas y uno de esos juguetes para hacer burbujas con agua y jabón. Así que regresé al hospital. “Zawadi”, les dije a ella y a su madre, que significa “regalo” en swahili. La senté conmigo en el suelo y le enseñé a usarlo. Sonrió una vez.
Cuando me marché a casa, volví a sufrir una pequeña crisis. laviolencia sexual noes solouna epidemiaEntonces me acordé de los partidillos de fútbol que solemos jugar con los chavales de Mwe so. Niños sanos en los que me gusta pensar. Pero eso no me quita de la cabeza la imagen de esta madre valiente, que está en algún lugar de la carretera, volviendo a su casa con su niña y con lo poco que le pudimos ofrecer en el hospital de Mweso. Más bien nada, aparte de las burbujas
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