Pueden
salvar de la muerte, como le ocurrió a Sherezade, en Las mil y una
noches, también pueden zambullirte en vidas e historias desconocidas, y
sobre todo en mundos alejados de lo que más conocemos. Con los cuentos
podemos, sobre todo, conocer otros pueblos. Es otra manera de
acercamiento al ser humano de latitudes tan alejadas de la nuestra. Los
cuentos directamente nos llevan. Nos cogen de la mano y dirigen nuestra
atención a recovecos, a rincones de estos países en los que quizá,
jamás, nos podríamos adentrar. A fuerza
de leer y oír cuentos de todo el mundo hemos ido aprendiendo cómo es la
selva, cómo se vive en el desierto, cuán traicioneros pueden ser algunos
animales y algunos hombres, pero también cuán generoso es el género
humano en cualquier rincón del mundo.
El juicio de la piedra
Cuento de Myanmar
Un
adolescente de nombre Than viajaba a pie a la aldea de su abuelo.
Marchó sin descanso desde la salida del sol. A la caída de la noche,
llegó a las afueras de una ciudad. Se detuvo un poco más abajo del
camino y buscó un lugar para dormir. Than tenía algunas monedas en la
bolsa, que constituían toda su fortuna. Temió ser robado mientras dormía
y buscó un lugar seguro para guardar su dinero. Vio una gran piedra
plana, la levantó y puso sus monedas debajo. Tranquilizado, se acostó y
se durmió.
Un
hombre poco escrupuloso pasó por allí en el momento mismo que Than
ponía la piedra en su lugar. Esperó que el joven se durmiera, robó su
dinero y desapareció. Than durmió con los puños cerrados hasta el alba.
Apenas
levantado, se fue a lavar a un arroyo y regresó a donde se encontraba
la piedra plana. La levantó para recoger sus monedas, con las que
pensaba comprar un buen desayuno en la ciudad. Levantó por tanto la
piedra y pasó su mano por debajo. Sus dedos no encontraron más que la
tierra seca. Puso en tensión todos los músculos de su cuerpo y quitó
enteramente la piedra. El dinero había desaparecido. Than estaba
desesperado, no entendía qué podía haber sucedido. Estalló en sollozos y
se puso a dar voces pidiendo ayuda. La gente en la ciudad escuchó sus
gritos. Se reunieron alrededor suyo y le preguntaron cuál era la causa
de su perturbación. Entre dos sollozos, Than intentó explicar lo que le
había sucedido. Poco a poco una multitud lo rodeó, pero nadie entendía
nada hasta que llegó el alcalde de la ciudad. Se abrió paso entre la
multitud, se aproximó a Than y le pidió que se calmara para que pudiera
explicar la causa de su desgracia.
-La
noche anterior dormí al borde del camino. Escondí mi dinero debajo de
una piedra. Por la mañana miré debajo de la piedra y mis monedas habían
desaparecido.
El
alcalde frunció el ceño, reflexionando seriamente sobre lo dicho por
Than. La multitud lo siguió atentamente para ver cuál sería su reacción.
-¿Dónde está la piedra? -preguntó el alcalde.
-Aquí está -respondió Than, mostrándoles a todos el lugar donde su dinero había desaparecido.
-¡Detened a esa piedra! -ordenó severamente el alcalde-. Será juzgada por robo. ¡Ella es sin duda alguna la culpable!
La gente estaba estupefacta, no creían lo que oían.
-¿Por qué me miran así? ¡Arriba, carguen con esta piedra, está claro que ella ha robado a este joven!
El
tono del alcalde no se prestaba a discusiones. Los habitantes
obedecieron sus órdenes. Cargaron la piedra y la llevaron a la plaza
central de la ciudad, donde se celebraban todos los procesos judiciales.
El alcalde se sentó y el escribano abrió los registros de justicia,
presto a registrar el proceso. Toda la población de la ciudad los
rodeaba, curiosos por ver el desarrollo del proceso. Los jueces tomaron
su asiento en la plaza. El alcalde dio la orden de presentar a la piedra
para responder por la acusación de robo. Dos hombres trajeron la piedra
plana y la depositaron delante del alcalde, que la miró con un aire
furioso. En el público, cada uno hacía lo posible por no reírse. Cada
uno disimulaba su sonrisa escondiendo el rostro entre sus manos mientras
el alcalde interrogaba a la piedra.
-Piedra, ¿admites haber robado el dinero de este joven?
-…
-Escribano, anote que el acusado se rehúsa a responder. Piedra, ¿qué hacías tú en el borde del camino? ¿De que aldea eres?
-…
El
alcalde jamás había estado tan serio. Miró severamente a la
piedra.Entre la multitud, la gente escondía el rostro para reírse.
-¿Cuál es tu nombre? ¿Qué edad tienes?
-…
Las
risas se escapaban dentro de la multitud. Algunos reían abiertamente,
otros pretendían estornudar o toser. El alcalde, molesto, miró alrededor
suyo y dijo:
-Ustedes
saben que la ley prohíbe reír en un juicio. Esta es una corte donde la
ley ejerce sus derechos. Les prevengo, ¡aquél que transgreda las leyes
del tribunal será castigado!
Se volvió de nuevo hacia la piedra y le preguntó:
-Piedra,
¿te crees muy mala? No pienses que te librarás guardando silencio.
Responde a las preguntas que te hago. ¿Qué hiciste cuando este joven se
durmió? ¿Qué has hecho con el dinero?
-…
El juez le gritó:
-¿Te burlas de la ley? Puesto que es así, ¡te condenamos a treinta latigazos y seguidamente, perderás la cabeza!
La
multitud no se pudo contener más. Un hombre estalló de la risa, una
mujer rió abiertamente y poco a poco todos rieron acarcajadas. Un clamor
alegre se elevó sobre la plaza y, una vez que todos reían, fue
imposible detener la algarabía general. Sólo el alcalde estaba serio.
Miró al público y esperó a que se callasen. Cada uno hizo lo que pudo
para controlarse y poco a poco la calma regresó. El alcalde se giró
hacia su escribano:
-Anota
en los registros que cuando el público ha escuchado la sentencia de los
jueces sobre el proceso de la piedra ladrona, ha mostrado su desdén por
la justicia mediante la risa, poniendo en ridículo a su alcalde. Cada
persona presente está por tanto condenada a pagar una multa de diez
piastras.
Nadie
más osó reírse. Los hombres y las mujeres se pusieron en fila y pagaron
su multa. El alcalde recogió las monedas y se las dio a Than:
-Ten,
hijo mío, he aquí una compensación por el perjuicio que has recibido en
nuestra ciudad. Si no se puede ejercer una buena justicia, es necesario
por lo menos consolar a la víctima.
Than, contento, agradeció al alcalde y retornó a su camino.
En
cuanto a la piedra, los hombres la colocaron en las afuerasde la
ciudad, donde le fueron aplicados treinta latigazos. No sabiendo cómo
decapitarla, fue dejada al borde del camino para ayudar a los ladrones a
reflexionar antes de actuar.
La carne de la lengua
Cuento Swahili
Hubo una vez en otro tiempo un rey rico y poderoso y una reina; una reina delgada, pálida y triste. No tenía apetito alguno, ni por los alimentos ni por la vida. El rey la observaba y no sabía cómo devolver la redondez al cuerpo que la reina había poseído años atrás.
Un día, mientras el rey miraba por la ventana de su palacio, vio pasar por el jardín una mujer que respiraba vitalidad, una mujer bien plantada, de hermosas carnes, de cuerpo generoso y mirada radiante. El rey reconoció en esa mujer a la esposa del jardinero y quedó estupefacto. Su propia esposa tenía todo lo que pudiera soñar, todo lo que una mujer pudiera desear y aun así, estaba flaca como un clavo herrumbroso. El jardinero, en cambio, no ganaba más de lo necesario para el sustento diario y tenía una mujer de formas abundantes...
El rey salió de su palacio al encuentro del jardinero, hablándole
de este modo:
-Tu mujer está resplandeciente y la mía delgada al punto que
parece enferma. Dime cómo, de qué manera, alimentas a tu esposa.
-Yo -respondió el jardinero- alimento todos los días a mi mujer con la carne de la lengua.
-¿Eso es todo?
-Sí señor, eso es todo.
El rey entró precipitadamente al palacio en busca de su cocinero, a quién ordenó:
-Me vas a preparar un banquete a base de lenguas de todo tipo, sazonadas de todas las maneras posibles. ¡Quiero una gama de sabores que sea digna de los paladares más exigentes!
Al día siguiente, las mesas estaban cubiertas con toda suerte de platos con lenguas de buey, de ternera, lenguas de carnero, de conejo, de alondra, de gorrión y de garza real. Lenguas tostadas, cocidas, asadas, rellenas, hervidas, además de salsas confeccionadas con especias del mundo entero.
El rey fue en busca de la reina y la acompañó, orgulloso de sí, hasta el salón de banquetes. La invitó a servirse de los manjares, pero la desdichada, a la vista de todas las lenguas, bañadas en jugos de colores extraños, sintió náuseas y se retiró inmediatamente a su habitación.
El rey, despechado, acudió nuevamente a su jardinero y le dijo:
-¡Tú te llevarás a mi esposa, la reina, a tu casa por seis meses, y la tuya vendrá a vivir al palacio!
Los deseos de los reyes son órdenes. Así, a la mañana siguiente, se hizo el intercambio.
Hay
que dejar correr el tiempo en la vida... en los cuentos, son
suficientes dos palabras. He aquí que los seis meses pasan volando.
La reina regresó al palacio resplandeciente, con sus formas redondeadas y riéndole a la vida. En cuanto a la mujer del jardinero, era apenas la sombra de lo que fue. Estaba delgada y gris, su mirada estaba apagada y tenía un rostro que ya no sabía sonreír.
El rey, que no comprendió nada, pidió a las mujeres que le explicasen cómo era posible tanta transformación.
-Cuando mi marido regresa en la tarde -dijo la esposa del jardinero- está siempre de buen humor. Durante la cena, me va contando su jornada: las flores que han abierto sus pétalos, los arbustos que retoñaron, las frutas que maduraron, la luna llena en medio de la noche. Cuando termina de cenar, toca música y canta, cuenta historias y me recita poesía. Las veladas con él tienen la savia del paraíso.
-Así es -afirmó la reina-. Siempre tiene una bella historia o una palabra dulce que ofrecer y así embellecer la vida. Da, en fin, lo mejor de sí mismo, ¡la carne de la lengua!
Nadie sabe si el rey comprendió verdaderamente.
Algunos
dicen que desde ese día, las dos mujeres escogieron vivir con el
jardinero. Otros, más optimistas, dicen que el rey aprendió a contar
hermosos relatos… y que su reina vivió muy contenta el resto de sus
días.
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