Irene Villa es el nombre de aquella criatura inocente que un malhadado día conocimos, estremecidos, ante la pantalla del televisor.
Aunque ha transcurrido una década, sigue presente en nuestras retinas la impresión lacerante de aquella imagen que nos mostraba, sin paliativos, el rostro descarnado de la violencia brutal e injustificada. Aquella noche, si bien ya habíamos vivido numerosos atentados terroristas con anterioridad, fue como si nos percatáramos por primera vez del verdadero alcance de esta nueva forma de bestialidad que una banda de asesinos se ha propuesto ejercer contra nuestra sociedad.
Fue tal el impacto de aquella imagen en la opinión pública; tan fuerte la conmoción producida por el absurdo atentado contra una niña, que la gente olvidó pronto que otra hermosa y joven mujer, la madre de Irene, también había resultado víctima – y no menos grave – del mismo suceso.
Estas líneas quieren ser un homenaje para las dos. Un reconocimiento al extraordinario coraje de que ambas supieron dar muestra desde el momento mismo del atentado. “¡Qué suerte hemos tenido, mamá!” – exclamaba la pequeña poco después, cuando ya se había constatado que las mutilaciones se “limitaban” a las dos piernas y unos dedos de sus manos, y a un brazo y una pierna de la madre. “¡Qué suerte, mamá, que no nos hayan dañado la columna vertebral!”
A pesar de los traumatismos sufridos, madre e hija se alegraban de seguir con vida y de que los efectos de la barbarie no hubieran sido peores. Su firme propósito de no dejarse abatir y de ponerse a luchar de inmediato para adaptarse a las nuevas circunstancias, se ha mantenido durante diez años sin un momento de claudicación, y con la mente siempre puesta, con infinita tristeza, en cuantas personas “menos afortunadas” han perdido la vida en atentados terroristas.
Irene es hoy una espléndida mujer que conserva los mismos ojos almendrados de los doce años. Ha terminado los estudios de Ciencias de la Información y está cursando ahora los de Psicología. Su vida cotidiana, como la de su madre, a caballo de unas sillas de ruedas y de esos miembros ortopédicos que ya manejan a la perfección, es – me aseguran – absolutamente normal. Ni Irene ni María Jesús se han dejado romper. Es hermoso comprobar que no ha podido vencerlas la amargura ni la depresión. La eterna sonrisa en los ojos de María Jesús, da sobrado testimonio de ello. Un auténtico ejemplo para cuantas personas se sienten desgraciadas, o se vienen abajo a las primeras de cambio sin causa justificada alguna.
El dibujo que Rafael Alberti regalara a Irene niña, tras el atentado, lleva escrita esta dedicatoria: “…A Irene, que llegará a volar como esta paloma…”. Hay una albertiana paloma en el dibujo, y el texto, ondulante, es como la estela que deja la paloma al pasar. No es la paloma de Picasso, sino la de ese gaditano optimista que no ha mucho gritaba: “quiero la Paz, no misiles, para los años dosmiles”.
Irene Villa, mujer ya de 22 años, no sólo no está rota, sino que muchas jóvenes de su edad querrían estar enteras como ella. Acaba de regresar de Nicaragua, donde ha ido a prestar ayuda a la ONG “Infancias sin Fronteras”. En el poblado de Kocomo, una mísera aldea sin casas, ha amadrinado a un niño de seis años. Le llama “mi niño” y, cuando habla de él a su madre María Jesús, le dice “tu nieto”. “Al alejarme de él” – me confiesa – “he dejado un trozo de mi alma en Nicaragua”. Y también: “He visto lo superficiales que somos preocupándonos por las cosas materiales, cuando en Nicaragua la gente lucha por sobrevivir”. Ésta es la Irene Villa que el día 8 de junio estará con nosotros en Ciudad Real, acompañada de muchos otros miembros de la Asociación de Víctimas del Terrorismo. ¡Terrorismo! ¡En la España democrática y pujante del siglo XXI! ¿Tiene esto algún sentido?
Irene me confía que le gustaría ser madre antes de los 25 años. Su excedente de cariño precisa, como las presas de los grandes embalses, sus aliviaderos, para no reventar. Una mujer, en suma, como la copa un pino. Como su madre. Estuve ayer en su casa en la Urbanización El Bosque. Era domingo y yo quería fotografiar bajo el sol del jardín, para evitar los reflejos del flash en el cristal, ese cuadro que le dedicó Alberti. Fue Irene quien lo descolgó del cuarto y lo puso bajo la palmera. En el salón, Virginia, hermana de Irene, estaba absorta con una vieja película de Spencer Tracy, e Irene dormía en el sofá de enfrente, con la mano abandonada sobre un diminuto Yorkshire acurrucado a su flanco, sobre la manta. Mientras me tomaba el café, pude notar la depresión que se formaba en la superficie de la manta, en el lugar en que le habría cubierto las piernas si un aciago 19 de octubre de 1991 nunca hubiera existido. Y sentí una indescriptible ternura hacia ese ser humano que se considera privilegiada “por ser feliz, por la familia que tengo y por hacer todo lo que me gusta”.
Hace aproximadamente un año conocí a Rafael Maturana, el reportero de la Agencia EFE que tomó las imágenes de María Jesús y de Irene, después del atentado. Le pregunté si las había vuelto a ver después de aquel trágico día, y me contestó que no, pero que le habría agradado hacerlo de nos ser por el temor a que tal reencuentro pudiera hacerlas sufrir. Averigüé días después que ambas sentían un gran interés por conocerle, y preparé una reunión que, hasta ahora y por diversas causas, aún no ha llegado a celebrarse. Y ahora hemos convenido que dicho encuentro tendrá lugar en Ciudad Real, cuando unas y otro asistan, como han prometido, al solidario evento “Grito por la Paz”.
¿Cual será el mensaje de Irene ese día? El próximo 8 de junio podremos escucharlo cuantos asistamos, contagiados de su sensibilidad, al multitudinario evento.
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