La imposibilidad matemática de no discriminar laboralmente
En ocasiones, las buenas intenciones generan malos resultados.
Es el caso de evitar la discriminación en todos los aspectos posibles,
sobre todo a nivel laboral. Y no sólo se producen malos resultados, sino resultados paradójicos.
Por ejemplo, está prohibidísimo decir algo que minusvalore a una
mujer o a un grupo étnico. Pero nadie se escandaliza si se discrimina a
un calvo, o al que sostiene una opinión distinta a la corriente
mayoritaria y buenrollista.
Me explico: un empresario será socialmente estigmatizado si se niega a contratar a una mujer porque, a su juicio, le resulta menos rentable.
Pero nadie defenderá ni impulsará cuotas de contratación para calvos,
gordos o cualquier otro rasgo que el empresario considere poco rentable
(si es calvo, no da buena imagen; si es gordo, será un vago; etc.).
Si alguien “cree” que eres tonto y no cuenta contigo, puede ser más o
menos censurado. Si “cree” que eres tonto porque eres inmigrante, mujer
o beato (o ateo, que no enfade nadie: el presidente de EEUU
nunca podría declararse ateo) entonces a todas luces es censurable. No
importa las razones que arguyas para declarar tonto a uno, aunque sean
completos juicios sesgados. Pero si la razón es ser lo anteriormente
dicho, entonces es censurable sin discusión.
Pero como señalaba al principio, intentar hacer el bien muchas veces provoca el mal. Por ejemplo, a juicio del matemático John Allen Paulos es imposible no discriminar a colectivo. Para demostrarlo, Paulos realiza el siguiente experimento imaginario:
Pensemos en una empresa, Industrias PC, que opera en una comunidad que es negra al 25 %, blanca al 75 %, homosexual al 5 % y heterosexual al 95 %. Ni la empresa ni la comunidad saben que sólo el 2 % de los negros es homosexual y que lo es también el 6 & de los blancos. Con objeto de formar un grupo de trabajo de mil personas que refleje fielmente la comunidad, la empresa contrata a 750 blancos y 250 negros. Sin embargo, así sólo habría 5 negros homosexuales (el 2 %), mientras que blancos homosexuales habría 45 (el 6 %), 50 en total, el 5 % de todos los empleados. A pesar del celo de la empresa, los empleados negros aún podría acusarla de discriminar a los homosexuales, puesto que entre los empleados negros sólo sería homosexual el 2 %, no el 5 % de la comunidad. Los empleados homosexuales podrían afirmar igualmente que la empresa ha sido racista, porque este grupo sólo sería negro al 10 %, no al 25 % de la comunidad. Los heterosexuales blancos podrían formular quejas parecidas.
Para conseguir reducir todavía más al absurdo la obsesión por no discriminar (seamos realistas, discriminamos SIEMPRE, lo que debe evitarse es que se discrimine exageradamente a un colectivo concreto),
se podrían elaborar experimentos mentales con otros grupos: hispanos,
mujeres, incluso noruegos. Es probable también que sus miembros se
crucen a varios niveles desconocidos.
O dicho de otro modo, si existen disparidades estadísticas en la
contratación laboral no deberíamos achacarlas inmediatamente al racismo o
el machismo, o podría pasarnos un poco lo que ya ocurre con el idioma,
en lo que se ha venido llamar Rueda del Eufemismo, tal y como señala Steven Pinker:
Los lingüistas conocen bien el fenómeno, al que se podría denominar “la rueda del eufemismo”. La gente inventa palabras nuevas para referentes con una carga emocional, pero el eufemismo se contamina pronto por asociación, y hay que encontrar otra palabra, que enseguida adquiere sus propias connotaciones, y así sucesivamente. Así ha ocurrido en inglés con las palabras para denominar los cuartos de aseo: water closet se convierte en toilet (que originariamente se refería a cualquier tipo de aseo corporal), que pasa a bathroom, que se convierte en restroom, que pasa a lavatory.
Este fenómeno ocurre porque la gente cree que las palabras modelan nuestra mente
(por eso los padres no permiten que usen palabrotas). La idea que
subyace a esta estrategia es que las palabras y las actitudes son tan
inseparables que podrían predisponer las actitudes de las personas. Una
idea que de ningún modo ha sido autentificada, y que además resulta infructuosa a la hora de cambiar a la sociedad.
Esta obsesiva sustitución de términos demuestra que las palabras no son
las que modelan la mente de las personas, sino los conceptos. Podemos
bautizar un mismo concepto con diferentes nombres, pero el concepto
permanece, y acabará invadiendo al nuevo nombre.
Mientras la gente tenga una actitud negativa, por ejemplo, hacia las
minorías, los nombres para designarlas cambiarán incansablemente sin
que la actitud cambie. Ser machista o no serlo, pues, no depende de si
empleamos lenguaje sexista. Tampoco si empleamos palabras racistas. Sabremos que hemos conseguido respetarnos mutuamente cuando los nombres permanezcan inmutables.
Y cuando dejemos de buscar igualdad estadística para que nadie se sienta discriminado por pertenecer a X colectivo.
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