sábado, 28 de abril de 2012

PALABRAS DE DIOS

Atención amorosa a Dios

“La palabra de Dios es viva y eficaz” (Hb 4, 12), dice San Pablo, y lo mismo puede decirse de la noticia general de Dios infundida en el alma por el Espíritu Santo. Es tan eficaz que influye no sólo en la inteligencia, sino también en la voluntad, inclinándola a unirse a Dios en fe y en amor. El alma entonces pasa su oración con el entendimiento y la voluntad abiertos a Dios, dirigidos a él en una advertencia amorosa que la tiene ocupada de manera casi imperceptible pero muy eficaz. San Juan de la Cruz observa que a los principios esta noticia es tan “sutil y delicada y casi insensible”, que el hombre, acostumbrado a proceder por consideraciones y sentimientos bien definidos, casi no la advierte y, aun cuando comienza a tener una cierta conciencia de ella, tiene la impresión de no hacer nada y de perder el tiempo; por lo cual frecuentemente se siente tentado a tornar a la meditación y a los coloquios afectivos de antes.

Pero si resiste y persevera manteniéndose en la presencia de Dios en una sencilla actitud de fe, contentándose con estar cerca del Señor, haciéndole compañía y mirándole en silencio, poco a poco se hace capaz de atender a Dios sin el apoyo de ideas, afectos o ejercicios particulares, en una delicada relación de espíritu a espíritu. Se trata de una atención amorosa a Alguien que está presente, cuya presencia no se advierte de una manera sensible, pero que se intuye como la única Presencia, frente a la cual todas las demás presencias desaparecen. La divina presencia le resulta tan preciosa, que no renunciaría a ella por todas las cosas del mundo. Poco a poco se realiza lo que dice San Juan de la Cruz: El alma “gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios, sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso”.

Según San Juan de la Cruz la “atención general y amorosa a Dios” resulta de un particular ejercicio de las virtudes teologales ayudadas por un escondido y delicado influjo del Espíritu Santo. El alma que se ha ejercitado en la fe y en el amor, ha adquirido ya el hábito de ellos, de manera que, sin recurrir a la repetición continua de actos particulares, puede permanecer en la presencia de Dios en un delicado y prolongado acto de fe y de amor. Mediante su esfuerzo llega así a tratar con Dios en advertencia amorosa, como quien abre los ojos con amor sobre el objeto amado y deseado. Y no está sola en su labor: el Espíritu Santo le sale al encuentro y mediante una secreta actuación de sus dones, la orienta y atrae hacia Dios, infundiéndole un conocimiento amoroso de él. A medida que el ejercicio de las virtudes teologales se hace más profundo e intenso, la criatura se une más a Dios, se abre más a su acción, y Dios irrumpe en ella, traspasando todos los modos humanos.

Tu tesoro, Dios mío, es como un océano infinito, y nosotros nos contentamos con una breve ola de devoción que puede durar un momento; ciegos como somos, te atamos las manos e impedimos la abundancia de tus gracias. Pero cuando tú hallas un alma penetrada de la fe viva, la llenas de gracias, como un torrente, que, constreñido en su cauce, cuando encuentra una salida se lanza con ímpetu inundándolo todo. ¡Oh Señor!, que yo me ocupe de mantenerme siempre en tu santa presencia mediante una sencilla advertencia y una mirada amorosa…, en un coloquio mudo y secreto de mi alma contigo. ¡Oh Señor!, yo te contemplo como a mi Padre presente en mi corazón, y allí te adoro… conservando mi espíritu en tu divina presencia y volviéndolo a traer allí cuando lo sorprendo distraído. (Lorenzo de la Resurrección, La práctica de la presencia de Dios)

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