Atención amorosa a Dios
“La palabra de Dios es viva y eficaz” (Hb 4, 12), dice
San Pablo, y lo mismo puede decirse de la noticia general de Dios infundida en
el alma por el Espíritu Santo. Es tan eficaz que influye no sólo en la
inteligencia, sino también en la voluntad, inclinándola a unirse a Dios en fe y
en amor. El alma entonces pasa su oración con el entendimiento y la voluntad
abiertos a Dios, dirigidos a él en una advertencia amorosa que la tiene ocupada
de manera casi imperceptible pero muy eficaz. San Juan de la Cruz observa que a
los principios esta noticia es tan “sutil y delicada y casi insensible”, que el
hombre, acostumbrado a proceder por consideraciones y sentimientos bien
definidos, casi no la advierte y, aun cuando comienza a tener una cierta
conciencia de ella, tiene la impresión de no hacer nada y de perder el tiempo;
por lo cual frecuentemente se siente tentado a tornar a la meditación y a los
coloquios afectivos de antes.
Pero si resiste y persevera manteniéndose en la presencia
de Dios en una sencilla actitud de fe, contentándose con estar cerca del Señor,
haciéndole compañía y mirándole en silencio, poco a poco se hace capaz de
atender a Dios sin el apoyo de ideas, afectos o ejercicios particulares, en una
delicada relación de espíritu a espíritu. Se trata de una atención amorosa a
Alguien que está presente, cuya presencia no se advierte de una manera
sensible, pero que se intuye como la única Presencia, frente a la cual todas
las demás presencias desaparecen. La divina presencia le resulta tan preciosa,
que no renunciaría a ella por todas las cosas del mundo. Poco a poco se realiza
lo que dice San Juan de la Cruz: El alma “gusta de estarse a solas con atención
amorosa a Dios, sin particular consideración, en paz interior y quietud y descanso”.
Según San Juan de la Cruz la “atención general y amorosa
a Dios” resulta de un particular ejercicio de las virtudes teologales ayudadas
por un escondido y delicado influjo del Espíritu Santo. El alma que se ha
ejercitado en la fe y en el amor, ha adquirido ya el hábito de ellos, de manera
que, sin recurrir a la repetición continua de actos particulares, puede
permanecer en la presencia de Dios en un delicado y prolongado acto de fe y de
amor. Mediante su esfuerzo llega así a tratar con Dios en advertencia amorosa,
como quien abre los ojos con amor sobre el objeto amado y deseado. Y no está
sola en su labor: el Espíritu Santo le sale al encuentro y mediante una secreta
actuación de sus dones, la orienta y atrae hacia Dios, infundiéndole un conocimiento
amoroso de él. A medida que el ejercicio de las virtudes teologales se hace más
profundo e intenso, la criatura se une más a Dios, se abre más a su acción, y
Dios irrumpe en ella, traspasando todos los modos humanos.
Tu tesoro, Dios
mío, es como un océano infinito, y nosotros nos contentamos con una breve ola
de devoción que puede durar un momento; ciegos como somos, te atamos las manos
e impedimos la abundancia de tus gracias. Pero cuando tú hallas un alma
penetrada de la fe viva, la llenas de gracias, como un torrente, que,
constreñido en su cauce, cuando encuentra una salida se lanza con ímpetu
inundándolo todo. ¡Oh Señor!, que yo me ocupe de mantenerme siempre en tu santa
presencia mediante una sencilla advertencia y una mirada amorosa…, en un coloquio
mudo y secreto de mi alma contigo. ¡Oh Señor!, yo te contemplo como a mi Padre
presente en mi corazón, y allí te adoro… conservando mi espíritu en tu divina
presencia y volviéndolo a traer allí cuando lo sorprendo distraído. (Lorenzo de
la Resurrección, La práctica de la presencia de Dios)
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