El  capitán Schettino es un desertor sin gracia. Al capitán de un gran  barco se le exige presencia y seriedad. Schettino parece un cantante de  animación en los cruceros. El problema es que cada uno es como es, no  como quisiera serlo, y siempre la vida concede el momento, la  oportunidad de demostrarlo. Un actor genial español, y grandísimo amigo  del que firma, le levantó la novia al portero de una discoteca. El  portero había sido boxeador profesional. Paseaban por la Gran Vía  amantes y enlazadísimos cuando apareció el boxeador. Éste, dirigiéndose a  la chica que le había abandonado, expulsó todos los insultos posibles e  imaginables, y amenazó con darle una paliza. El gran actor tuvo un  arranque de valentía limitada. «No admito que delante de mí se insulte  tan gravemente a una mujer. Así que me voy». Y se fue. Lo contaba sin  remordimiento ni pudor. «Soy actor, no legionario, y ese tipo me podía  hacer papilla en menos de un minuto». No hay valentía mayor que  reconocer un acto de cobardía.
Lo  contrario de Schettino, que abandona el barco naufragado por su culpa y  todavía presume de haber salvado a más de tres mil personas.
Pero  el mayor villano –lo protagonizado por Schettino en la mar es una  villanía– siempre tiene quien le defienda. La defensora del capitán a la  fuga es una bailarina moldava llamada Domnica Cemortan, que se hallaba  junto Schettino en la sala de mandos del «Costa Concordia» cuando un  escollo abrió el casco del barco como si fuera mantequilla. Ya me dirán  qué pinta una bailarina, por atractiva que sea, en el espacio de mando  de un barco con cinco mil personas a bordo. Se entiende la estética del  riesgo para ligar, siempre que ese riesgo se asuma individualmente, y no  a costa de las vidas de miles de embarcados, que, para colmo, pagaron  unas considerables sumas de dinero para que su capitán los abandonara.  La conversación entre Schettino y el capitán de la Comandancia de Marina  se les antojará inaudita a todos los hombres que viven y trabajan en la  mar. Otra cosa son los barcos de ahora, que más que barcos parecen  rascacielos, urbanizaciones y barrios con vistas al océano. Un náufrago  que se precie prefiere salvar su vida en un «Titanic» o un «Andrea  Doria» que en un «Costa Concordia» tan hortera y desmesurado. Y en el  peor de los casos, elige la peor suerte con un capitán que no lo  abandona antes que con un chufla napolitano que no consulta con las  cartas de navegación. 
Un crucero  demanda la exigencia del lujo. Los navegantes de un crucero tienen que  sentirse unos elegidos de la humanidad. No merece la pena embarcarse  para ser uno más de una multitud de turistas. Los buenos clientes de los  cruceros jamás desembarcan, porque se encuentran en su casa. El barco  es una casa que flota y que se mueve, no el instrumento de una diversión  obligada. Los cruceros de hoy explotan la medianía. No soy cliente de  cruceros porque mi capacidad económica me lo impide. Puedo embarcar en  una urbanización como el «Costa Concordia», pero no en una «suite» del  «Queen Elisabeth II», que es lo fetén. Ya de naufragar, se hace con  elegancia, mientras la orquesta ejecuta un vals y el capitán da  preferencia de vida a los niños y las mujeres. Como siempre ha sido  hasta que la masificación ha alcanzado a uno de los últimos reductos del  viejo señorío. El «Costa Concordia» es una colmena, una trampa. Y su  capitán, un experto en animar las fiestas y un desastre como navegante y  hombre de la mar. La mar o el mar, ese prodigioso y bellísimo monstruo  que no permite que se le falte al respeto.
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